En la cola del Ouroboros
Aquí algunas pequeñas impresiones de Mumbai, al que no había vuelto desde el 2003. El mismo café Leopoldo de la novela Shantaram y de mi vida, el mismo cyber recomendado por la Lonely, pero esta vez sin mi amigo Ilyas dirigiéndolo, la misma humedad y el calor pegajoso y las mismas ganas de quedarse mirando al ventilador todo el día. Yo no soy la misma, en cambio, pero el tiempo es circular y aquí acabo de encontrar mi propia cola a la que muerdo, como el buen Ouroboros en el que me he convertido.
De nuevo las vacas sagradas, pero esta vez atadas a los árboles y con una mujer que trae la hierba para que, por la voluntad, se la den a la vaca. Las vacas son sagradas, según me explica Nagraj, porque en su corazón vive un Dios.
De nuevo las vacas sagradas, pero esta vez atadas a los árboles y con una mujer que trae la hierba para que, por la voluntad, se la den a la vaca. Las vacas son sagradas, según me explica Nagraj, porque en su corazón vive un Dios.
Mumbai me atrapa, por los pelos he conseguido salir esta vez. Había vuelto al Basilico, estupendo restaurante italiano en el que mi amiga, Sasha Ley, había dado un concierto de Jazz -qué voz magnífica- allá en el principio del tiempo circular. Jonás tenía que fumar el cigarrito de después de comer y Patrick no había conseguido contactar conmigo. Toda la mañana en Internet para matar el tiempo. Y, de pronto, el tiempo había desaparecido, una hora entera. Y las posibilidades de coger mi tren a tiempo, con ella. Me volví a ver atrapada en Mumbai. No podía ser, ésta ciudad se me pega. Y luego no hay quien salga de ella. Cerré los ojos, salté en el primer taxi que pasaba llevándome conmigo a Jonás, que no sabía muy bien qué estaba haciendo allí. Lo dejé guardándome el taxi en la puerta del callejón del Lawrence (hotelito maravilloso, con unos dueños y unos clientes que practican meditaciónVipassana de Goenka). Deslizar la reja de acero exterior a la puerta del ascensor se hacía lento, lentísimo. Afortunadamente, el hombre encargado de pulsar los botones del ascensor tenía el ventilador encendido. Al salir le dije que me esperara. Sólo un minuto. Es la India. Sonriente, muy sonriente, me dice: yes, yes, not problem, madam. La frase más repetida de la India. Qué miedo, no os la creáis nunca, nunca. Salté a la oficina, cogí mi mochila en volandas, dejando abandonado mi pequeñito aloe vera y en cuanto llegué a la puerta del ascensor éste iba ya por el primer piso, hacia abajo. No puede ser. Bajé corriendo por las escaleras para encontrarme con que Jonás y el taxi habían desaparecido. No más de cinco minutos en total. Y corrí, con mi gran mochila a cuestas, de nuevo por la calle. En la siguiente esquina, los dos sin saber muy bien qué hacían allí, me esperaban. Salté, me despedí de Jonás y comencé a hablar con el conductor. ¿Tiene usted un Dios? Yes, madam. -¿Cómo se llama?. Balaji-venkateshwara, me dice.
-Ay, a ese no lo conozco. Bueno, pues récele bien, porque mi tren sale en media hora, y media hora es justo lo que lleva llegar a la estación, que he hecho el camino ayer mismo.
Luego hay que añadir el tiempo de buscar el andén y el cruzar entre las miríadas de gente que se mueve con sus bultos. La única solución es rezar. Recé y busqué mi billete entre los fardos de mi equipaje. Con los taxistas nunca está una segura de que la entiendan. Enseñar el billete es lo más práctico, estas complejidades, en cambio, sí las entienden, porque el billete no es muy claro, que se diga. Y entonces, su Dios, o el mío, quien sabe, hicieron el milagro. Miro el billete, Mumbai Central, destination Old Delhi, salida 15.40. ¿Os imagináis? 15-40 y no 15-30. Diez hermosos relucientes y maravillosos minutos que me acababan de conceder todos los Dioses. Dejé al taxista en medio de un semáforo en rojo y con unas cuantas rupias más de lo que normativamente le correspondía. Ofrenda para sus Dioses.
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